Saturday, August 12, 2006

LA SEGUNDA VENIDA (3a parte)

-Ahí está -susurra el joven Sánchez-. Es grande, la jodida. ¿Qué es?

-No es una bomba, eso seguro -susurra a su vez Ferrer-. Tárrega, tú y Casillas os acercáis por la izquierda y nosotros os cubrimos. ¡Venga!

Los dos soldados obedecen. Avanzan silenciosamente, en cuclillas, hasta rodear el aparato y situarse tras él. O lo que debe ser "tras él", porque su parte delantera y su parte trasera son indistinguibles. No muestra muescas ni aberturas de ningún tipo. Sólo es una especie de monolito negro.

Desde detrás de los restos astillados de un mostrador de madera, Tárrega hace la señal de "despejado". El cacharro está apagado, o roto. Quién sabe.

El sargento Ferrer y Sánchez abandonan la cobertura y avanzan hacia el trasto, más confiados, pero no tanto como para dejar de apuntarle con sus respectivas armas. Todo el grupo se reúne alrededor del misterioso objeto.

-Es americano, eso fijo -Casillas toca la bandera grabada sobre el armazón negro.

-Estás observador hoy, ¿eh? -gruñe Ferrer- .Ya sé que es americano, coño. Ha salido de un avión yanqui que he reventado yo mismo. Lo que quiero saber es qué es y qué hace.

-Yo creo que deberíamos informar al mando -opina Tárrega-. Que vengan y que lo analicen. O los de inteligencia, los que sea que se ocupen de estas cosas.

Apenas ha terminado la frase cuando el obelisco sintético empieza a silbar. Unos hilos de vapor empiezan a surgir de aberturas imperceptibles a primera vista mientras todos trastabillan y retroceden, encañonando al artilugio.

-¡Lo sabía! -exclama Sánchez, con su MP5 frente a los ojos- ¡Es un arma química, vamos a morir!

-¡Es el ébola! -gime Tárrega- ¡Fijo que es el ébola, me cago en la puta!

-¡Mantened la posición, panda de cagones! -ruge Ferrer.

Sin embargo, todos retroceden, él incluido, mientras la parte superior del aparato se despliega, como si de una flor se tratase. Grandes piezas metálicas se desacoplan como pétalos.

Lo que es revelado deja a todo el grupo sin habla.

Menos a Casillas, que murmura:

-No me jodas...

Dentro del artilugio, un hombre abre los ojos. Es alto y delgado. Tiene melena color castaño oscuro, una tupida barba y viste una sencilla túnica de tela, atada con una cuerda.

Sin embargo, todo esto queda eclipsado por la corona de espinas que luce sobre su atormentada frente. La sangre que ha manado de sus heridas ya se ha secado. Pero sigue ahí.

El hombre les mira. Y ellos le miran a su vez.

-¿Jesús? -pregunta Casillas, rompiendo el estupefacto silencio.

-Hijos míos -dice el hombre, con una dicción perfecta que no puede, empero, disimular el acento americano-, venid a mí.

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